Cada octubre vivimos un aluvión de lazos rosados, campañas, hashtags, entrevistas. Es el llamado "mes de la lucha contra el cáncer". Para mí, que he recorrido ese camino no solo desde la teoría, sino desde el cuerpo, no es solo un mes: es una conversación inacabada entre lo físico, lo emocional y lo que la historia personal y familiar ha ido acumulando.

Cuando escuché mi diagnóstico, lo primero que hice fue entender lo médico: los tratamientos, las etapas, las probabilidades. Pero muy pronto comenzaron a surgir preguntas más profundas: ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? No eran preguntas desde el victimismo, sino desde la necesidad de sentido. Fue entonces cuando el conocimiento profesional que tengo como psicóloga comenzó a vincularse con lo que vivía como paciente.

Particularmente desde enfoques como el biopsicosocial, la psiconeuroinmunología o el análisis transgeneracional, sabemos que el cuerpo no solo sufre traumas físicos: también habla de lo que no se ha dicho, de lo que se ha sostenido en silencio por años. El cáncer, en muchos casos, no aparece de un día para otro. Se gesta con el tiempo. En parte, por factores genéticos, ambientales, pero también psicológicos. No como castigo, ni como consecuencia directa de una emoción mal gestionada, pero sí como expresión de un sistema que ha estado en sobrecarga por demasiado tiempo.

Hay cifras que vale la pena mirar: en la República Dominicana, según estimaciones del proyecto GLOBOCAN de la International Agency for Research on Cancer (IARC) para 2022, se reportaron 20,171 casos nuevos de cáncer y 11,744 muertes. De estos, el cáncer de mama representa uno de los tipos más frecuentes, con una incidencia estimada de 59 casos por cada 100,000 mujeres y una mortalidad de 26 por cada 100,000. Según el Ministerio de Salud, el 57 % de los casos de cáncer de mama en el país se diagnostican en etapa avanzada.

Desde la psiconeuroinmunología, se comprende cómo el estrés sostenido altera la función del sistema inmune, creando un entorno fisiológico más vulnerable. Estudios internacionales han vinculado el estrés crónico, la represión emocional y la falta de soporte afectivo con una mayor incidencia de ciertos tipos de cáncer.

En el caso del cáncer de mama, autores como Gabor Maté sugieren conexiones con duelos no resueltos, dinámicas de sobreprotección, y autoanulación emocional, características comunes en mujeres cuidadoras que priorizan a otros constantemente. El cáncer de páncreas ha sido asociado a la ira reprimida, especialmente en modelos como el del Dr. Carl Simonton, pionero en oncología psicosomática, quien destacaba cómo ciertas emociones no expresadas impactan en órganos específicos. En el cáncer de útero, el enfoque transgeneracional (como lo plantea Anne Ancelin Schützenberger) señala conflictos con la feminidad, la sexualidad o la maternidad como temáticas emocionales heredadas o silenciadas. El cáncer de colon se vincula, desde una mirada psicodinámica, con la retención emocional, especialmente en personas que no expresan sus desacuerdos o tensiones. Y el cáncer de piel, desde la psicodermatología, ha sido asociado a heridas relacionadas con la autoimagen, exposición a juicio externo o necesidad de protección frente a entornos hostiles.

A esto se suma algo que me parece crucial: las historias que arrastramos sin saberlo. Lo que no se dijo en generaciones anteriores, lo que se transmitió como mandato silencioso: “ser fuerte”, “no quejarse”, “poner siempre a otros primero”. Muchas mujeres que llegan a consulta viven bajo esos mandatos, cargando pesos que no les corresponden, repitiendo patrones de entrega, de sacrificio, de silenciamiento emocional. La biología y la historia se entrelazan.


Desde lo psicológico, se sabe que el estrés crónico afecta el sistema inmunológico; que las emociones reprimidas generan tensión corporal mantenida; que la ausencia de red afectiva vuelve más vulnerable a la persona frente a los embates de la enfermedad. Y sin embargo, pocas veces se trabaja todo esto de forma integral. La medicina avanza, pero el enfoque integral sigue rezagado.

Sanar el cuerpo requiere revisar la vida que lo sostuvo, los silencios que lo alimentaron, los vínculos que se rompieron o nunca se establecieron. Implica dejar de vivir para sobrevivir, y comenzar a habitarse con más honestidad. Aprender a decir que no. A frenar. A pedir ayuda. A expresar lo que duele. A reconocer que la fortaleza no está en resistir sola, sino en saberse vulnerable.

Hoy, como psicóloga pero también como alguien que ha vivido el proceso oncológico, puedo decir con certeza que el cáncer no solo cambia el cuerpo. Cambia la forma en que nos contamos la vida. Cambia la mirada sobre nuestros afectos, nuestros límites, nuestras elecciones. Y, si lo permitimos, también puede cambiar el modo en que habitamos nuestro presente.

Este octubre, más allá del lazo rosado, te invito a mirar hacia adentro. A escuchar lo que tu cuerpo lleva tiempo intentando decir. A soltar el peso que no es tuyo. A prevenir no solo desde la mamografía, sino desde la coherencia emocional. Porque el cuerpo no olvida. Y muchas veces, enferma por todo lo que el alma calló.

Ojalá no te toque vivirlo. Pero si alguna vez el cáncer llega a tu vida o a la de alguien cercano, recuerda: no tiene por qué ser el final. Hay posibilidades. Hay ciencia. Hay herramientas. Y sobre todo, hay acompañamiento si te lo permites. Lo que más desgasta no es la enfermedad, sino el peso emocional de pensar que no hay salida. A veces, lo que cambia el rumbo no es el diagnóstico, sino la actitud con la que se enfrenta.

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